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Yo también tengo TDAH – Trastorno por Déficit de Atención con o sin Hiperactividad

TDAH, otra mirada sobre este síndrome (buscando, además de las individuales, las causas sociales y hasta el espirituales del TDAH). El Trastorno Por Déficit de Atención con o sin Hiperactividad como un mal de nuestro tiempo.

¿Es el Trastorno por Déficit de Atención con o sin Hiperactividad un problema psiquiátrico o un problema social, de todo el sistema? ¿Y si fuera, en realidad, y en primer lugar, una cuestión de tipo espiritual? n todas las tradiciones se insiste en que es necesario educar y afinar la atención. Una de las principales cualidades de todo santo o maestro es su capacidad para estar sumergido completamente en el presente, sin escapar nunca para acceder a lo real. Pero el mundo en el que vivimos nos invita a evadirnos de nosotros mismos. Nos empuja a soñar, distraernos con la publicidad o la fuerza de atracción de las pantallas, habitar otro espacio, u otro tiempo, otra alma que la nuestra e incluso otro cuerpo. ¿Y si no se tratara de medicar a los niños que no pueden estar sujetos durante seis horas diarias (a veces más) a una silla, sino de revisar por completo, y desde los cimientos, nuestro sistema de vida?

 

¿Piensas con la cabeza o con el Corazón?

Hay un conocimiento que no le corresponde a la mente. La razón es una valiosa herramienta humana. Nos ayuda a discernir, a compartimentar, a catalogar, a resolver cuestiones cotidianas. Pero hay un conocimiento más profundo, que le pertenece al saber, al sabor, que permite la conexión con el sentido, y que nace de la comprensión profunda y la integración en nuestro ser de esa unidad que todo lo sostiene. El órgano de conocimiento más elevado es el corazón. El corazón es capaz de remontar las aguas del río hasta llegar al manantial, es capaz de captar el amor detrás del dolor, puede ver en el tiempo, la eternidad; y en el accidente, la causa. El corazón comprende la paradoja, nos une más allá de toda distinción.

 

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¿Son IDIOTAS los que tiene FE? – Fe, Ciencia, Pseudociencia, Pseudorreligión

¿De verdad son tontas las personas de fe? ¿Y si el cientifismo y el racionalismo fueran posiciones más ingenuas que la creencia en un ser superior? ¿Y si la fe fuera una cuestión de experiencia y no una decisión externa o un tema de opinión? ¿Y si la fe correspondiera a una visión más completa de la vida y enlazara lo que somos con lo que anhelamos y nuestra alma individual con el alma del mundo y la tierra con el cielo y lo en apariencia anecdótico con el sentido, y lo que hay aquí con lo que nos aguarda allí, más allá de la muerte? Te invitamos a plantearte todas estas cuestiones en el siguiente vídeo.

 

Maternidad y paternidad consciente (la mística del pañal)

Con la ínclita Mardía Herrero, tan fantástica como siempre, grabamos un vídeo sobre Maternidad y Paternidad Sagrada y consciente. Espero que os guste (lo mejor, está al final). Bendiciones y muchas gracias!

 

 

¿Qué NO SON las enfermedades mentales? Mi charla en el Ateneo Cultural de Madrid

¿Que NO SON las enfermedades mentales? Mi intervención en el Ateneo Cultural de Madrid. ¡Muchas gracias a todos y espero que os guste! Pronto la fantástica intervención de Marta Herrero sobre Salud Espiritual. Suscribiros al canal para no perderlo, y si lo tenéis  a bien y queréis hacerme un gran favor darle a like en el vídeo. Bendiciones!

 

 

 

¿Cómo ENCONTRAR el sentido de la vida, desde la Psicología y la Espiritualidad?

Nuevo vídeo de la serie con Marta Herrero. Cómo encontrar el sentido de la vida desde una perspectiva psicológica y espiritual. Muchas gracias a todos por la acogida y bendiciones.

 

Presentación libros Viernes 1 Junio 2018 en La Feria del Libro de Madrid. Marta Herrero y Rafa Millán

¡Un sueño cumplido! ¡Qué bien! Esté viernes estaremos, si todo va bien, en La Feria del Libro de Madrid (librería DIWAN, caseta 61) firmando libros Marta Herrero y yo, Rafa Millán. ¿Todos Bienvenidos! Y gracias por compartir!

 

Libro de Marta Herrero: «39 Semanas y Media. Un embarazo Sufí»

Libro de Rafa Millán: «Las Enfermedades Mentales No Existen, Son Los Padres»

 

Presentaciones y más información en nuestro canal de YouTube. ¡Gracias!

https://www.youtube.com/user/ShihabMadrid/featured?view_as=subscriber

 

Presentación del libro en Madrid, Viernes 9 de Marzo

¡Bien! ¡Presentación del libro en Madrid! ¡Animáos! ¡Con ponentes de primera y un pequeño espectáculo de magia de cerca!

La Presentación-Espectáculo del libro Las Enfermedades Mentales No Existen… Son Los Padres será el viernes 9 de marzo de 2018 a las 19:00 en Librería Enclave, c/ Relatores 16 (Muy cerca de Tirso de Molina).

Incluirá un pequeño espectáculo de magia de cerca. Y mesa redonda.

Ponentes:

* José María Herce, Psicólogo clínico y psicoanalista.

* Marta Herrero, Escritora y Profesora.

* José Luis Romero, Filósofo y Psicólogo.

* Rafa Millán, Psicólogo y escritor, autor del libro.

Un vídeo (¡El PRIMERO que he grabado en mi vida! Qué nervios):

https://www.youtube.com/watch?v=AUqPvO74c44&t=75s

Y alguna información del libro (índice y algunos capítulos aquí): https://madridpsicologia.com/enfermedades-mentales/

Y te dejo el texto de la contraportada y una imagen-cartel para compartir e imprimir, si lo tienes a bien (simplemente, pulsa en la imagen). ¡Muchas gracias!

Enclave de Libros
C/Relatores, 16
28012 – Madrid
Tfno. 91 369 46 49

enclavedelibros@telefonica.net

https://www.enclavedelibros.com/

http://enclavedelibros.blogspot.com.es/

 

* Texo de la contraportada:

Las enfermedades mentales ni son enfermedades ni son mentales. Son, más bien, problemáticas de la vida, aunque sean, con perdón, problemáticas muy jodidas.

Por tanto, la psiquiatría (rama de la medicina que trata la enfermedad mental) carece de sentido. Y la psicología, por su parte, no es, y nunca será, una “ciencia empírica”. No se puede pesar ni medir la “mente”.

La psiquiatría es una mentira y la psicología no sabe lo que es. La una está psicótica y la otra neurótica perdida.

Este libro son dos libros. En la primera parte descubrirás que si te han etiquetado (depresión, ansiedad, TDA…), nunca te curarás, porque nunca estuviste enfermo. Lo que no significa menospreciar el dolor, sino justo lo contrario: pincha más un corazón roto que un hueso roto (y quien lo probó, lo sabe). Esta es la primera lección de la terapia.

Entonces, ¿cómo superar el dolor? Integrando la psicología en un saber más amplio, responsabilizándonos de verdad y comprendiendo a fondo lo que el ser humano es. La segunda parte te dará la respuesta y algunas sorpresas.

Esta obra tiene un estilo único, fundado por el autor, llamado “filosofía ácida”, a la vez profundo y sencillo, a la vez grave y divertido, amoroso y salvaje. Revolucionario.

Pica un poco el índice y te engancharás.

Escribe Rafa Millán:

“Gracias a lo que mis pacientes me han enseñado, escuchándolos sin prejuicios ni dogmas de escuelas, he podido encontrar la salida del laberinto. Y no está en la consulta clínica.

Pero, por ahora prefiero hacerme el interesante y guardarme el secreto. Te lo iré revelando poco a poco, en pequeñas dosis, para que haga su efecto. Así que, a partir de ahora, y con todo mi corazón, considérate mi paciente.

Espero que, como suele ocurrirme en terapia, lo disfrutemos juntos.”

Este libro cambiará para siempre tu concepción del ser humano. Garantizado.

 

La primera parte del Prólogo del libro. ¡Bienvenido a terapia!

Prólogo / Bienvenido a terapia

Un secreto a voces

No hay nada que sea la «enfermedad» o el «trastorno mental». ¡Nada! La idea de que enfermamos mentalmente es completa, total y absolutamente falsa.

Un momento. Entonces ¿qué son la depresión, las obsesiones, la esquizofrenia, la anorexia, la ansiedad, el TDA… y esa infinita (y creciente) ristra de presuntas enfermedades?

No hay una respuesta simple (por eso he tenido que escribir un libro). Pero de ninguna manera son «enfermedades». Ni tampoco «desórdenes», «trastornos» o «cuadros psíquicos», como se dice ahora, haciendo la trampa de llamar por otro nombre a la misma cosa.

Como mucho, y si quieres, podríamos considerar la enfermedad mental como una especie de metáfora, de la misma manera que hablamos de «virus informáticos» o que decimos que nuestro coche «está malito».

Aun así, ¡cuidado!, las palabras no son inocentes. Algunas pinchan o se nos quedan pegadas, sobre todo, si victiman o estigmatizan. No hay nada más parecido a un paria que un «esquizofrénico» o a una víctima que un «depresivo».

Mi tesis es que términos como bulimia, fobia o trastorno límite no significan nada; son más bien distractores que ocultan y deforman la realidad. Los magos lo llaman misdirection, llevar la atención a otro sitio para despistar y disimular la trampa. Y no es para menos, porque si miras directamente a la «depresión» y a la «ansiedad» se les ve el truco, y te lo revelaré en estas páginas.

Verás. Una «depresión» puede remitir con un nuevo amor, charlando con un amigo o con una conversión espiritual. Pero me apuesto lo que quieras a que no imaginas que encontrar el sentido de tu vida pueda curar una luxación o una cirrosis, es decir, una enfermedad de verdad.

Con matices y excepciones, podríamos afirmar que ni Platón ni mi psicoterapeuta me extirparán un tumor, aunque ambos me ayudarán a superar mis obsesiones.

Y es que las enfermedades mentales ni son enfermedades ni son mentales. Son más bien problemáticas de la vida.

Aunque sean, con perdón, problemáticas muy jodidas.

La psicología y la psiquiatría tampoco existen

Las «enfermedades mentales» tampoco son «trastornos psicológicos», como si la psicología fuera un ámbito separado del resto que «explica» el sufrimiento por sí mismo.

Es más, la psicología y la psiquiatría (como hoy se entienden) tampoco existen. Lo que, por desgracia, sí existe (y vaya que sí) son los problemas humanos y el sufrimiento afectivo.

Y es una hidra espantosa, la peor condena que le puede caer a una persona (aunque, en cierta forma, él mismo sea juez y parte). De hecho, el dolor emocional suele ser peor que el físico justamente porque no se trata de una enfermedad. Pincha más un corazón roto que un hueso roto (y el que lo probó, lo sabe).

Pero son muy pocos los que se atreven a encarar al Gog de la psiquiatría y al Magog de la psicología para señalar que el rey está desnudo (desnudo… y bailando drogado en un aquelarre zombie).

Parece como dejar desasistidos a los «enfermos», aunque es justo lo contrario: empezar a tratarlos con respeto y dignidad, no como a «tontos», «locos» o «enfermos mentales», sino como a los adultos responsables que quieren (y deben) llegar a ser, sin ese tufillo de superioridad paternalista.

Algunos de mis pacientes alucinan con esto. Pero una vez superado el shock inicial, resulta liberador. Porque aceptar que no existe la enfermedad mental y afrontar la realidad que se esconde detrás es la condición sine qua non para «sanar». Aunque, como con cualquier prejuicio, cueste un poco deshacerse de él.

La «enfermedad» o «el trastorno» son las máscaras de una grotesca fiesta de disfraces, fantasmas que solo sirven para ocultar la realidad. Si los invocas parecen muy sólidos y asustan mucho, pero si los confrontas sin miedo, descubrirás que solo son un espejismo que desaparecerá detrás de una cortina de humo y efectos especiales.

Acompáñame unos capítulos y lo veremos juntos.

Entonces, ¿qué son y cómo se «curan»?

Si quieres una primera y tosca aproximación, lo que llaman «enfermedad mental» suele ser el intento (inconsciente) de no asumir algún aspecto de la realidad, ya que, por el motivo que sea, NO PODEMOS O NO SABEMOS HACERNOS CARGO DE NOSOTROS MISMOS, DE NUESTRO MUNDO O DE NUESTRO UNIVERSO PSICOLÓGICO. Es decir, no queremos o no sabemos gestionar nuestra responsabilidad adulta. Y «usamos» la «patología» para echar el balón fuera. Por supuesto, de manera más o menos inconsciente, no digo que se haga «adrede».

En otras palabras, lo que se esconde bajo un «enfermo mental» es un niño herido (o consentido) que no ha podido madurar emocional y afectivamente en algún aspecto de su personalidad.

Muy posiblemente esto pasó porque sus padres no supieron o no pudieron enseñarle cómo. Su infancia se quedó coja de una pata o de otra, siente como si la realidad «le debiera algo» o como si fuera él quien «debe algo» a la realidad (o ambas cosas). Y en medio de esa ambivalencia, la «enfermedad» es una enorme pataleta inconsciente.

O sea, que las enfermedades mentales no existen, son los padres.

Ojo, tampoco quiero decir en absoluto que sea «culpa» de los padres. No es tan fácil. Seguramente ellos mismos también estén inmaduros, ya que vivimos en el más infantil de los mundos posibles (un mundo creado por dioses adolescentes que premian la inmadurez sobre todas las cosas…). Ya lo iremos entendiendo y matizando.

Por eso, psicólogos y psiquiatras (papás postizos o padres de alquiler) muchas veces no son la solución, sino el problema1. Y nada nos garantiza que no estén tan perdidos como nosotros o más. De hecho, es muy posible que estudiaran psicología o psiquiatría para intentar resolver su propio y desastroso cubo de Rubik. Precisamente.

Esto no significa que no haya salida al dolor. Claro que la hay, aunque no suele estar en la consulta clínica.

Como Sócrates ya sabía, una «terapia» que de verdad funcione es un camino de (auto)conocimiento, maduración y crecimiento personal; una búsqueda sincera de la propia autenticidad (gnosce te ipsum). Y eso pasa, sí o sí, por un firme compromiso con la verdad.

Y la verdad es que las enfermedades mentales no existen… son los padres.

Ahora bien, vaya por delante que si estás «deprimido» o «ansioso» o has sido catalogado con las mil y una etiquetas diagnósticas que pululan por ahí, te aseguro que no te curarás.

No te curarás…

…¡Porque nunca estuviste enfermo!

*** Sigue leyendo el resto del prólogo aquí: Filosofía ácida ***

1. Aunque, por supuesto, puede ayudar. Cualquier cosa puede hacerlo si la persona de verdad quiere cambiar. Si alguien decide en serio dejar de fumar puede venirle bien un libro, un psicólogo o unos inútiles parches de nicotina (o nada de nada). Si otro, en realidad no quiere dejarlo, ya puede ir al mejor terapeuta del mundo, masticar una tonelada de chicles y leerse una biblioteca que seguirá fumando como un carretero mientras se queja (con razón) de lo malos que son los psicólogos en los que se ha gastado una fortuna, que mejor podría haber invertido en cigarrillos y bombonas de oxígeno.

¡Lobotomías, lobotomías… a la rica lobotomía!

Poco a poco iré subiendo más partes del libro. ¡Por suerte es un tocho de más de 400 páginas! Pero se lee rápido, entre otras cosas porque he intentado hacer capítulos cortos que puedan beberse de un trago. Para que os hagáis una idea este es con (mucha) diferencia el más largo del libro. Eso sí. Léelo bajo tu entera responsabilidad, ya que hablaremos de uno de los capítulos más gores de la historia reciente de la psiquiatría (que ya ha sido, por lo general,  bastante gore).

 

El texto forma parte del capítulo titulado «Galería de los Horrores» (puedes cotillear el Índice del libro para ver dónde está), en los que hablamos entre otras terapias de electrochock, las duchas frías y los golpes de vara de abedul (que recomendaba Emil Kraepelin, el llamado padre de la psiquiatría), el contagio de graves enfermedades (como malaria o tuberculosis), curas de sueño en las que te meten tranquilizantes para dormir una semana o con fármacos tan potentes que causaban unas contorsiones que rompían las vértebras del paciente… entre muchas otras que harían las delicias de Stephen King (o del psiquiatra de Stepehn King).

Aquí un botón de muestra. Si te gusta, encontrarás más información en mi libro «Las Enfermedades Mentales No Existen… Son los Padres».

 

¡Lobotomias, lobotomías… a la rica lobotomía!

Un capítulo aparte merece la «era de la lobotomía», que consiste directamente en cortar «cables» y arrancar cachos del cerebro a lo Hannibal Lecter.

Te ruego que me disculpes este largo epígrafe sobre el tema; no pude evitarlo. Me pierden las historias de terror. Y este capítulo me parece el más terroríficamente divertido de todo el libro.

Vamos al lío.

El padre de la lobotomía fue el portugués Antonio Caetano Egas Moniz. Si buscas su foto en Google Images comprobarás, clarísimamente, que es un cruce entre un goblin y Nosferatu.

Caetano Edgar Moniz, Papá de la lobotomía

Moniz leyó algunos trabajos en los que algún salvaje explicaba que los perros y monos se volvían más dóciles practicándoles la ablación (o sea extirpación) del lóbulo frontal.

Esto hizo creer a Moniz que las ideas obsesivas, que «como todo el mundo sabe» son la fuente de la psicosis, debían estar precisamente ahí, en el lóbulo frontal. Ya solo le hizo falta una regla de tres simple para ponerse abrir cabezas a tutiplén: si la locura está en el lóbulo, extirpado el lóbulo, extirpada la locura, ¿cómo nadie lo habría pensado antes?

Así que, ¡ale! Dicho y hecho. Moniz empezó a seleccionar pacientes y trepanarles la frente para extirparles pedazos de cerebro. Luego perfeccionó su técnica para destruir las fibras que conectan el lóbulo frontal con el resto del encéfalo.

Realizaba la operación metiendo una especie de cuchillas giratorias por las sienes y dándoles vueltas con una manivela mientras hacía literalmente papilla, el cerebro del paciente.

Por cierto, ¿le metieron en la cárcel?

No. Le dieron el Nobel en el 49.

Pero si Moniz fue el inventor de la moderna trepanación, como James Watts fue el inventor de la máquina de vapor, el que la popularizó fue el Doctor Walter Freeman que era, como su propia hija le definió, «el Henry Ford de las lobotomías». Y él encantado con la idea.

Freeman, lobotomiza que lobotomiza

Freeman era un hombre obsesionado con el éxito. Se veía a sí mismo como «nacido para triunfar», tal vez porque vivió su juventud a la sombra de su padre, que era el primer neurocirujano que extirpaba tumores en quirófanos-teatros. Lo hacía con una enorme cantidad de público que aplaudía entusiasmado al acabar la operación. Esto debió impresionar al joven Freeman y provocarle una desmesurada necesidad de reconocimiento.

Para comprender a Freeman debemos entender cómo eran los psiquiátricos de entonces. En pocas palabras, el escenario ideal para un videojuego «survival horror». Los «presos» (perdón «pacientes»), morían hacinados a miles como animales y sin recibir más tratamiento que absolutamente ninguno.

Los internos se autolesionaban, pintaban las paredes con sus propias heces, gritaban, se convulsionaban, babeaban de cara a la pared, etc. Lo cual, en mi humilde opinión, no implica necesariamente que estuvieran locos. Imaginémonos viviendo durante décadas (como aquellos pacientes) en una situación así, a ver lo que acabábamos haciendo con nuestras propias heces.

Es muy posible que Freeman, haciendo gala a su nombre, tuviera la sana intención de liberar a estos pacientes, por lo que, convencido de las bases biológicas de la locura, empezó a aislarse de su familia pasando los días y las noches en un laboratorio, estudiando los cerebros de los pacientes al más puro estilo Edgar Allan Poe.

El propio Freeman, después de examinar centenares de «cerebros enfermos», escribió:

«Reconozco que no he averiguado nada importante ni sobre las causas de la enfermedad mental ni sobre su tratamiento».

«Por fortuna», los trabajos de Moniz se cruzaron en su camino. Freeman tenía una visión de la psicosis parecida a la de Moniz, pero él creía que el tálamo (una parte del encéfalo situada casi en la base), era la sede de las emociones. Y que en los psicóticos (muy poco racionales), el problema era que el tálamo enviaba impulsos descontrolados a la corteza frontal.

Esa era la causa de la locura. Y, ¿por qué no?

Así que, nada, emulando a Moniz, le entraron unas ganas locas de ponerse a trepanar cráneos. Pero él era más «moderado», no quería arrancar cachos de cerebros; creía que bastaría con seccionar los fascículos que unen el tálamo con la corteza. Cortando las fibras, cortaría la locura.

Freeman se propuso el sano objetivo de ser el primer americano que intentase lobotomizar cerebros humanos. Ni el gobierno ni los pacientes se opusieron. Si lo dice el médico, que es dios, pues adelante, aquí tiene mi cráneo, doctor.

Sólo había un pequeño inconveniente, y es que Freeman no era cirujano, por lo que tuvo que contratar a un «becario» de la época que se llamaba James Watts (ojo, no el adorable inventor de la máquina de vapor, sino el siniestro neurocirujano) al que Freeman guiaba en las primeras lobotomías. Se sabe que anotó en su cuaderno, después de la primera operación, que el paciente tenía al despertar «una expresión plácida en el rostro». El hecho de que muchas personas murieran o tuvieran que volver a aprender a andar o a usar los esfínteres no evitó que siguiera trepanando cabezas.

El doctor no se hacía problemas fácilmente.

Por supuesto, cuando anunció su práctica en un congreso médico de la época, algunos médicos se opusieron, pero nadie lo denunció ni escribió en su contra gracias el proverbial corporativismo médico, lo que convierte (una vez más) a toda la clase médica en cómplices del horror más absoluto.

Freeman era muy bueno haciendo marketing, por lo que apareció en casi todos los periódicos importantes como un héroe que había desarrollado una cirugía puntera y vanguardista que curaba la locura. Y es que la ciencia progresa que da gusto. El padre de Freeman habría estado orgulloso de su retoño. Un caso muy freudiano.

Pero la mayor aportación de Freeman a la historia del terror universal no fue la lobotomía clásica. Freeman fue más allá e ideó un método para practicar lobotomías ambulatorias. Si no lo conoces, vas a flipar. Y te pongo sobre aviso de que es una de las cosas más desagradables que se han hecho nunca en la historia de la medicina (y de la humanidad). Si no tienes estómago, te lo puedes saltar.

Se trata de lo siguiente. A Freeman se le ocurrió que se podía acceder a las mismas fibras que destruía con las aparatosas operaciones, de una manera más simple, rápida y directa, sin necesidad de abrir el cráneo y de dejar el quirófano hecho un cristo.

¿Cómo? Pues a través de la cavidad del ojo. Llamó a su invento la «lobotomía transorbital», alias «lobotomía portátil de andar por casa».

La primera vez que probó su teoría fue con el picahielos de su propia nevera. Su hija cuenta cómo le vio bajar entusiasmado a buscarlo a la cocina.

La intervención era así:

Lobotomía transorbital con picahielos

Primero colocaba al paciente unos electrodos para darle una descarga eléctrica y dejarle inconsciente unos minutos. Luego situaba dos picahielos (como enormes punzones) sobre los ojos del paciente y los iba clavando en el cráneo, por debajo del párpado, con un martillo de madera. No hacía falta hacer más incisión que la propia presión del punzón metálico.

Cuando los dos picahielos habían penetrado en el cerebro, los movía como si fueran limpiaparabrisas, cargándose todas las fibras de materia blanca a su paso. No debía de ser muy diferente a cortar gelatina.

Al final lo extraía tirando muy recto de los picahielos como una especie de sacacorchos. La operación entera duraba menos de cinco minutos.

Rápido, fácil y diabólico.

La principal diferencia entre esta forma de lobotomía y un hachazo en la cabeza es que Freeman tenía la cortesía de regalarte unas gafas de sol para disimular los moratones de los ojos. Según él este era todo el postoperatorio necesario.

En una ocasión Freeman dejó al paciente con los picahielos clavados en el cerebro y buscó una cámara para sacar una foto, con lo que uno de sus avanzados instrumentos quirúrgicos resbaló dentro del cráneo y mató al paciente. No pasó nada. Limpió la mesa de operaciones e hizo pasar al siguiente. Así era él.

Su ayudante James Watts (el siniestro neurocirujano) se desmarcó del proyecto al ver la frivolidad con la que Freeman operaba en cualquier parte, incluso en cuartos de hotel en plan Instinto Básico, con picahielos y todo. Pero daba igual, Freeman ya no le necesitaba ni a él ni a su máquina de vapor. Ahora era el rey del fast food de las lobotomias. Como él mismo dijo en una frase, que le agradezco mucho porque encaja perfectamente en este libro:

«Hasta un tonto, incluso un psiquiatra hospitalario, podría aprender a hacerlo en una tarde».

Freeman se entusiasmó tanto con su nueva operación que empezó a realizarlas en serie. A veces hacía hasta 25 operaciones en un día, y algunos de sus discípulos 75.

Eso sí que es romper el hielo.

El doctor, ebrio de sí mismo, pasó de ver la lobotomía como el último recurso a verlo como el primero. Y fletó una furgoneta muy parecida exteriormente a la de la teleserie Breaking Bad y la bautizó como el «lobotomóvil». Montado en él (¡cómo molo yo!), se puso a viajar por todo el país predicando las bondades de la lobotomía. Recorrió su estado 11 veces enseñando su práctica a otros médicos.

Freeman llegaba a los psiquiátricos y pedía que pusieran a todos los «psicóticos» en fila y, uno tras otro, iban pasando por el picahielos. Pero no se quedo ahí, sino que empezó a lobotomizar a todo el mundo. En un psiquiátrico de negros operó ¡a todos los internos!

Enseguida fundó el Proyecto de Lobotomía de Virginía occidental y «trató» a más de 200 pacientes de la zona en 30 días. Haz las cuentas.

Lobotomía va, lobotomía viene, operó a amas de casa «deprimidas» a punta pala, a niños por ser «rebeldes» (el más joven de cuatro años), y a todos los residentes psicóticos de varias instituciones.Incluso destruyó el cerebro y la vida de una hermana de John F. Kennedy, cuya única (y terrible) enfermedad era no acabar de dar la talla para ser una Kennedy como Dios manda. La pobre chica tenía veintipocos años cuando cayó en manos del lobotimista. En cinco minutos perdió el habla y se quedó postrada en silla de ruedas y babeando para el resto de su vida. O sea, completamente curada.

Freeman tenía una gran tendencia al exhibicionismo. Para lucirse, en una especie de «más difícil todavía», a veces operaba con la izquierda a pesar de ser diestro o usaba un mazo de carpintero. Algunos médicos vomitaban o se desmayaban al ver la operación y eso regocijaba a Freeman como hizo constar en su diario.

Los muertos y los terroríficos «efectos secundarios» nunca detuvieron al que ha sido llamado «el gran profeta de la destrucción encefálica». Ya hemos dicho que no hubo voces críticas entre los médicos fuera de la profesión, excepto, todo sea dicho, los psicoanalistas, que tenían una concepción de la locura más humana y menos biológica.

Freeman en su lobotomóbil y en plan guay

A pesar de eso, se realizaron cientos de miles de lobotomías en todo el mundo. Fue una práctica que se puso muy de moda. De hecho, no se dejó de lobotomizar masivamente por motivos humanitarios o científicos (¡no olvides que era un procedimiento galardonado por un Nobel!), sino porque se descubrió (por casualidad) el primer fármaco de los llamados «antipsicóticos», la toracina, que, se publicitó como un «lobotomizador químico», una sustancia con las mismas ventajas que la lobotomía pero sin las desagradables molestias de tener que andar clavando objetos punzantes en el cráneo de la gente.

Mucho más limpio. Dónde va a parar.

¿Eran Moniz o Freeman unos monstruos?, quizás al final sí, aunque creo que al principio tenían realmente buenas intenciones (mezcladas con cierta y perversa necesidad narcisista). Pero lo cierto es que con la mejor de las intenciones zombificaron a cientos de miles de personas.

Eso sí, muchas veces la alternativa a la lobotomía era permanecer encerrado en un psiquiátrico de pesadilla aterrorizado durante décadas o durante toda la vida.

Así que el dilema es jodido. Entre estas dos aberraciones de la psiquiatría, ¿cuál elegirías?

Filosofía ácida (del Libro Las Enfermedades Mentales No Existen…)

(Del prólogo del libro «Las Enfermedades Mentales No Existen… Son Los Padres»:

Filosofía ácida

Rafa MillánMi vocación es comprender y ayudar a los que sufren. Y creo, sinceramente, que este libro puede ser útil, aunque todo el universo biempensante me salte a la yugular. Es más, aceptaré encantado este «efecto secundario» si consigo que estas páginas te sirvan de algo. Entonces, por tópico que suene, habrá merecido la pena.

Antes de seguir, déjame hacerte una concesión y una promesa. Primero, intentaré devolverte el favor que me haces leyéndome. Es decir, seré lo más claro y directo (y divertido) que pueda. Ni tú ni yo tenemos tiempo que perder. Y además seré sincero, brutalmente sincero, incluso un poco provocador, con tu permiso. Lo último que quiero es aburrirte. Llámalo cortesía de escritor.

Por eso he planeado este libro en un tono particular, a la vez, desde la reflexión filosófica (al alcance de todos) y desde el humor ácido. Así que, literariamente hablando, su género es Filosofía Ácida.

Creo que disfrutaremos el cóctel.

He dividido esta obra en dos partes. En la primera, «Las Enfermedades Mentales No Existen…», desmontaremos la idea de enfermedad mental, y de la psiquiatría y la psicología. Que ahí es nada.

Nos enfrentaremos a prejuicios tan arraigados que habrá que abrirse camino como en una selva virgen, en espiral y a machetazos, con aproximaciones sucesivas y atacando por todos los frentes a la vez para no dar tiempo a que el enemigo se rearme.

Espero, sinceramente, que mi argumentación te parezca original e interesante. Que yo sepa, nadie (o muy pocos) se han atrevido con una crítica tan amplia (aunque está en la punta de la lengua de todos). Y no es una crítica solo teórica sino cocinada a fuego lento después de más de una década de práctica intensiva.

En la segunda parte «… Son Los Padres», construiré mi propio edificio, mi visión de las cosas desde mi experiencia personal como terapeuta. Aquí explicaremos claramente qué es la «enfermedad mental», cómo se manifiesta y cómo superarla, con ejemplos y casos concretos y reales extraídos de mi consulta (con permiso de los implicados). Aquí es donde de verdad voy a mojarme.

Las dos partes no están separadas limpiamente, sino que hay algo de la primera en la segunda y algo de la segunda en la primera, como en el símbolo del Yin y el Yang.

¡Ah! Una última advertencia.

La mayor parte de las cosas que voy a contarte es (corregida y aumentada) lo que les digo a mis consultantes en las primeras sesiones. Así que, a partir de ahora, y sintiéndolo mucho, considérate mi paciente.

Algunos hasta me lo han agradecido.