Aprender a vivir es aprender a renunciar. A las fantasías de la niñez, los idealismos de la juventud, la ilusión de ser eternos de la madurez y a la propia vida, y ajena, en la vejez. Y sin embargo, cada renuncia abre la puerta a algo más sólido, más amoroso, más verdadero. ¿O no?
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