Aunque no me gusta el término (de herencia biomédica) los “síntomas” psicológicos tienen una curiosa propiedad: siempre son paradójicos.
Es más, son síntomas precisamente por ser paradójicos, por romper con la lógica convencional. El síntoma es lo que no debería estar ahí pero sin embargo está. Y es esta ambivalencia lo que los define como síntomas.
La persona viene a terapia porque no se entiende a sí misma. Se vive en permanente contradicción. “Algo le pasa”, algo que escapa a su control consciente. Por eso “sabe” que lo que le pasa es psicológico.
Aunque parezca un juego de palabras: sabe que tiene un problema psicológico porque no sabe qué problema tiene o qué tipo de problema tiene. Es decir: tiene un problema con su inconsciente, sino no sería un problema psicológico sino de la vida.
Este es el motivo, dicho sea de paso, por el que la psicología terapéutica necesita postular el inconsciente para tener un ámbito propio, ya que no hay perturbación auténticamente psicológica si la persona sabe qué es lo que le pasa. Si todo queda en el ámbito de lo que tradicionalmente se ha llamado “consciente” no hay problema específicamente psicológico, sino de otro tipo.
Está claro. Si alguien no tiene trabajo o discute con su pareja lo que le tiene son problemas de la vida. Otra cosa es que no encuentre trabajo porque “algo” le bloquea o le sabotea a la hora de buscarlo o “algo” genere interferencias emocionales incontrolables a la hora de comunicar con su pareja.
La problemática específicamente psicológica sería ese “algo” inconsciente, y no la pareja y el trabajo que son ámbitos de la vida (que tienen elementos psicológicos, como todo lo humano, pero no son específicamente el problema psicológico a tratar que siempre es inconsciente).
La psicología moderna y la psiquiatría parecen haber olvidado esta evidencia y, por lo tanto, han perdido su identidad como saberes válidos (pero esa es otra historia y será tratada en otro momento).
Es decir, sólo hay “intervención” psicológica en la medida en que el inconsciente se ha desbordado más allá del control racional de la persona. Y en la medida en que la perturbación está más allá de lo que la persona se alcanza a ver a sí misma.
A ese “algo que me pasa”, la psiquiatría (desde una cierta pereza epistémica y teórica) lo llama erróneamente “enfermedad”. Alguien está “enfermo” porque, de algún modo, no es como debería ser. O como el médico cree que debería ser.
Y cometen esta burda confusión precisamente por no tener en cuenta el inconsciente. Que es lo que sale fuera de nuestra lógica racional, lo que no se comprende. Así que, en realidad, la psiquiatría llama “enfermedad” a lo que no comprende, a lo que sale de sus esquemas convencionales de escuela.
Si alguien “cumple el programa” tendría que ser feliz. Si no, es que algo no va bien. ¿Cómo se explica si no ese inquietante malestar anímico en una persona que “lo tiene todo”? Tiene que estar “enfermo”, ¡seguro!
Sin embargo el síntoma no es signo de enfermedad (como una pústula es signo de infección) excepto, tal vez, de una manera vagamente metafórica. Sino que el síntoma es ni más ni menos que la prueba de la complejidad humana y del difícil encaje entre los diferentes juegos y conflictos de opuestos dialécticos entre los que el hombre vive como un ser fronterizo.
El síntoma es eso, la resultante de los roces y contradicciones de la abigarrada dinámica de la vivencia humana, deslocalizada entre lo propio y lo ajeno, el dentro y el fuera, lo familiar y lo personal, lo consciente y lo consciente, lo individual y lo social.
Es esa desterritorización, ese vivir en una tierra de nadie en la que ni somos “sólo” individuos ni “sólo” sociedad sino el lugar en que el individuo se hace sociedad y la sociedad individuo (y lo consciente, inconsciente, y lo propio, ajeno, etc.), es esa cualidad fronteriza y relacional la que genera los desgarros y las ambivalencias propias de los síntomas.
En otras palabras, algo se ha cortocircuitado en la delicada danza de los opuestos donde todos vivimos más o menos enredados. Lo síntomas son la falla en medio de la complejidad, la fractura que pone de manifiesto que algo no va bien.
En términos clásicos lo que se falta es la unidad, la armonía del conjunto y el encaje dinámico de todas las piezas en una totalidad mayor que le dote de sentido. Y esos son problemas filosóficos o espirituales y no médicos.
El síntoma psicológico se analiza en los tubos de ensayo de la filosofía y de las humanidades. Y no en los del practicante ni en los del quirófano.
Y es que los problemas psicológicos no son enfermedades ni nada que se le parezca.
Seguiremos hablando de ello. Y concretando este discurso abstracto con casos concretos y reales. Permanezcan a la escucha. Y si quieres saber más, suscríbete a mi blog.
Muchas gracias por leerme.
Gracias a ti por compartir. Es un. Honor leer tus publicaciones que trasmiten humildad humana bien bastante escaso en profesionales de la salud. El viernes proximo.os reunis? Si asi fuera seria un gusto y en lo posible tomar un te y compartir temas personalmente. Un vez mas. Gracias
Hola Francisco, muchas gracias a ti por comentar. Te escribo en privado para vernos y tomar ese té. Será un placer. Gracias y bendiciones!