¿De qué es de lo que huye el paciente? De la realidad. ¿Y dónde se esconde? En el síntoma.
Pero es un escondite vano porque la realidad no se puede escamotear. El síntoma es a la vez el refugio y la grieta por la que se cuela la realidad. Aún más siniestra y terrible que al principio.
Por eso el síntoma sabe a paradoja y sabe a “irrealidad”. Y aunque nunca es un montaje consciente, sí que es cierto que, de alguna manera, el síntoma es un paripé, un “teatro mental”, un “truco de ilusionismo psicológico” del que somos a la vez víctimas y verdugos.
Por supuesto, nadie se autoengaña a propósito. No es eso. Sino que somos víctimas (junto a todo nuestro entorno) de una trampa que nos hemos tendido a nosotros mismos, una trampa tan astuta y bien diseñada que ni sospechamos de ella.
En la terapia hay que intentar desmontar la trampa. La terapia es una ducha fría de realidad, una luz que ilumina la oscuridad psíquica, un mapa que nos enseñe el camino, el manual de “ilusionismo” que nos ayude a “pillarnos” el truco que, inconscientemente, nos estamos haciendo.
En otras palabras, la terapia es un encuentro con aquello que no se ha podido digerir porque estaba “crudo” o era “venenoso”. Y el terapeuta es el cocinero que ayuda al paciente a elaborar su realidad al calor de la relación terapéutica para hacérsela masticable, para que pueda metabolizar aquello que teme y que rechaza e incorporarlo a su vida anímica.
El paciente, en algún aspecto, es como un niño y necesita que alguien le prepare una “papilla” emocional. Más tarde, podrá digerir alimentos sólidos e incluso prepararlos para otros.
Os cuento un sueño en el que se ve claramente la gestación del síntoma como un pedazo indigesto de realidad que el paciente no podía “tragar”, en este caso porque el padre tampoco podía.
Una nota: esa metáfora, la de “tragar” o comer, es muy habitual en los sueños con el significado de incorporar algo al mundo anímico, es muy importante ver quién nos los ha cocinado, con que ingredientes, etc. El alimento del cuerpo es una muy buena analogía de la nutrición del alma. No sólo de pan vive el hombre.
Se trata de un sueño de infancia relatado por un hombre joven en una de las primeras sesiones conmigo. Lo transcribo de memoria.
El paciente, niño, está en el asiento trasero del coche de su padre. De repente unos insectos enormes como puños se pegan por fuera de la ventanilla. El soñante se asusta y le pregunta al padre (que va al volante) qué son esos bichos asquerosos. Pero el padre no los ve.
Al final, después de cierta lucha, el hijo consigue hacérselo ver. Entonces el padre abre una de las ventanillas y coge uno de los insectos y se lo muestra al hijo mientras le acaricia como si fuera un peluche o una mascota, intentando convencerle de que es algo bello e inofensivo. Pero cuanto más lo acaricia más grande y repugnante se vuelve el bicho. Hasta que el paciente despierta muerto de miedo.
Este sueño es una clase magistral de psicología. Habla por sí mismo, casi no necesita interpretación. Y muestra una vez la importancia capital del análisis onírico para la terapia y para la vida.
Lo primero que se ve claro es que los síntomas del pacientes (entre otros una fobia a los insectos) tienen su origen en la incapacidad del padre para ver los elementos negativos, las aristas duras de lo real.
El discurso del padre es carente (“castrado” dirían los clásicos). Hay algo, “ahí fuera” que no puede explicarle al hijo. Algo terrible y repugnante que, muy posiblemente, ni si quiera él mismo puede reconocer (ni digerir).
Y el silencio, como una rasgadura en la tela del discurso, es como el vacío: inconcebible para el mundo psíquico. Por eso donde hay silencio, reinan los monstruos.
El sueño muestra como el padre intenta superar su propio silencio, es decir, su propia incapacidad de aceptar esos “insectos” mirando para otro lado, haciendo como que no existe o que no pasa nada. O aún peor: colándolo como algo bueno y agradable. Pero es imposible. No hay mejor manera de hacer que lo malo se vuelva terrible que intentar minimizarlo.
Algunas de las cosas que vimos en terapia que el padre “negaba” al hijo y escamoteaba de la realidad era el mal, la muerte y el sufrimiento. El padre quería pintarle al hijo un mundo donde nada de esto ocurría. Pero el niño (no por ello idiota) se daba perfecta cuenta de la existencia de estas realidades y necesitaba una explicación, una forma de bregar y dialogar con ellas. Una forma de “digerirlas”.
El hecho de que el padre las ocultara o las maquillara sólo hacía que esta persona tuviera aún más miedo. Lo que le convirtió (y por eso vino a terapia) en una especie de fóbico profesional que tenía miedo, literalmente, incluso de matar una mosca. Y ese miedo le bloqueaba y el padre “amantísimo” lo hacía todo por él. Incluso matar las moscas, ¡ni eso le dejaba hacer al hijo!
El fracaso del padre, en este caso, es que no supo darle lo esencial, una cosmovisión válida y completa para el hijo. En lugar de eso le entregó una tela con agujeros, incapaz de soportar el peso de una vida humana completa sin romperse.
Este sueño tienen otros elementos curiosos que son bastante universales. El coche del padre como ambiente de protección en donde el paciente se siente seguro (siempre que el “fuera” terrible no venga a invadirlo). El padre como conductor del mundo de la infancia, etc.
Por ahora nos quedamos aquí. Y aprendemos la lección:
Detrás del síntoma hay un pedazo de realidad indigesto, que, por el motivo que sea resulta insoportable para la paciente que antes de aceptar esa realidad inaceptable prefiere escaparse al síntoma. Aunque con ello pague el peaje de llevar una vida a medias.
Y una advertencia para padres: no intenten censurar la realidad en una presentación “ad usum delfinis”. Sino que, desde el cariño y el lenguaje apropiado, presenten la verdad al niño. Hablénle con naturalidad del dolor y la muerte, del sufrimiento y el esfuerzo, e incluso de sus propias dudas al respecto. No hagan de la vida un escenario amable de cartón piedra. Eso enloquece a los niños.
Por acabar, una nota curiosa sobre como se enfocó (en parte) esa terapia. El paciente, de una gran sensibilidad estética empezó a observar la belleza, alienígena de los insectos (reales y metafóricos) y así pudo ir más allá del miedo. E incorporar esa realidad (el sufrimiento, la muerte y los insectos) que, mirados desde cierto punto de vista, no dejan de tener una enorme (aunque dolorosa) belleza.
Por cierto que en cualquier síntoma, como se ve claro en estas fobias y en este sueño, lo que pasó fue que en algún momento el miedo ganó el pulso a la vida.
Y no se puede vivir con miedo.