Eso es todo lo que podemos hacer. Y no es poco. Centrarse en el tiempo y el espacio donde ocurre lo que está ocurriendo. Ser presente. Eso es la terapia: “estar ahí” o, aún mejor, “ser ahí”.
Como ahora está de moda decir: presencia plena y atención consciente. Más en concreto: presencia plena en uno mismo y atención consciente en el otro. “Ser ahí” y “ser contigo”. No hay más.
Parece lo más sencillo precisamente porque es lo más difícil. No vale cualquier forma de ser, sobre todo no vale ser a medias, sino que hay que ser de verdad, plenamente y de una pieza.
Si hubiera una verdadera escuela de terapeutas sólo debería hacer una asignatura: ser. Pero ser de verdad.
¿Y cómo se “es”? La gracia es que no se puede dejar de ser. Aunque casi nadie es en plenitud.
Tampoco hay manera de enseñar a ser. Sólo se puede enseñar a ser “algo”. Pero no se trata de ser algo (“psicoanalista”, “conductista”, “humanista”…) sino de ser lo que se es.
O mejor, de ser “nada” (para poder serlo todo según el paciente lo vaya necesitando en cada fase de la terapia…).
Ser.
Ser es ser auténtico. Sino sería un no-ser, un parecer (y esa es una de las fuentes de patología).
Ser auténtico es ser honestamente lo que se es, sin artificios ni imposturas, de tú a tú, de corazón a corazón, a tumba abierta.
Esa es la única forma de ser. Y de ser terapeuta. Y es la condición básica de la terapia.
Llamémoslo humildad.
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