Para mí, lo más difícil de mi práctica (y de lo que más aprendo) es justo eso. Aprender a abrirme de verdad (y humildemente) al otro. Ser para él.
Y, paradójicamente, para ser tengo que dejar de ser, quitarme a mí mismo de en medio, suspender mis prejuicios y mis opiniones personales para darle el espacio al otro (para eso viene y lo paga).
Apartar todo mi mundo psíquico para que pase lo que tenga que pasar, para que (por decirlo así) el ser se manifieste.
Eso es ser terapeuta, “prestar el alma” (más bien alquilarla :D), devenir receptáculo puro de la interioridad del otro. Desaparecer uno para que el otro aparezca. Aún más: desaparecer uno para que el Uno aparezca.
En una frase del genial Jung: “Conozca todas las teorías. Domine todas las técnicas. Pero a la hora de tocar un alma humana sea apenas otra alma humana”.
La tradición sapiencial del sufismo (como la del vedanta advaita) dice “no puede haber dos”, o estoy yo o está Él.
Y es justo eso. Se trata de dejar de ser para que Él, el Ser que somos, el Ser Real pueda Ser. Y para eso tengo que ponerme a mi mismo y a todo mi mundo psíquico entre paréntesis. Si yo no soy, Él es. No hay dos
Y si esto se hace bien, no hay espacio para la mentira ni para la falsedad, no hay espacio para el no-ser. Las máscaras van cayendo, poco a poco, por su propio peso. Hasta que sólo quedamos tú y yo. Escuetamente. Hasta que sólo queda lo que queda. Lo que es.
Al hilo del Ser o del Uno (que no es dos) la verdad va emergiendo, saliendo a la superficie, brillando sobre la oscuridad, la unidad vence a la multiplicidad y la consciencia al inconsciente.
Siempre en medio de tremendos dolores de parto.
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