Estoy feliz. Mucha gente me ha pedido terapia desde que publiqué un pequeño artículo sobre ansiedad (que puedes leer aquí). Nunca había tenido una respuesta tan buena con un texto tan breve. ¡Gracias!
Y creo que la clave ha sido hablar (en la medida en la que soy capaz) con autenticidad, desde mi propia experiencia en consulta, más allá (o más acá) de enfoques de escuela o de la abstracción teórica. ¡Gracias otra vez a todos los que me habéis llamado!
Por supuesto, narcisismo obliga, al releer la entrada, no he podido evitar darle un pequeño retoque (dos palabras y tres comas). Y me ha sorprendido algo. Me faltaba mencionar un tema básico en lo que se refiere a la ansiedad: el miedo a la muerte. Así que he añadido un par de párrafos sobre ello, a los que me gustaría hacerle ahora, y con vuestro permiso, una pequeña glosa -al final no tan pequeña-.
Allá vamos. Muchos ataques de ansiedad provocan un malestar físico tan grande que la persona cree literalmente que se muere (normalmente de infarto) y acaba en las urgencias de algún hospital (donde la despacharán con un valium y una palmadita en la espalda, cuando no con una cita psiquiátrica).
En mi experiencia, este miedo a la muerte es sólo la capa superficial de otro miedo aún aún más profundo que se esconde debajo del primero. Y, ¿qué da más miedo que la muerte? Pues la vida. Hay miedo a la vida.
O, más exactamente, a que nos llegue la muerte sin experimentar la vida, sin haber empezado a vivir en serio, ya que (por todo lo que venimos exponiendo en los últimos artículos) la persona no ha sido capaz de cuajar su propia identidad y se “falsea”, vive una vida de imitación, de cartón piedra, un vida que es una no-vida, un sucedáneo de una existencia humana real.
Desde esta perspectiva, y en cierto sentido, el ataque de ansiedad es lo mejor que puede pasarnos. Porque nos indica que por algún sitio vamos (o “somos”) mal y que hay que planteárselo de otra manera. Normalmente la ansiedad aparece (como decíamos en el otro artículo) cuando vivimos de manera infantil o adolescente algo que ya toca encarar como un adulto. Y el “sistema” nos avisa a través del síntoma, que es como la luz roja que indica que algo falla en el motor.
Pero, ojo, no hay que enfadarse con la luz roja sino parar la marcha, arremangarse y reparar el motor. Quitar el led o taparlo con un esparadrapo (como hacen ciertas terapias de moda) es lo peor que se puede hacer. Porque el problema sigue igual y acabará aflorando por otro sitio. Y será peor.
En otras palabras el ataque de ansiedad es el grito de alarma de una parte sana de nosotros mismos que no quiere morir de una sobredosis de inmadurez (o de inautenticcidad) que son los peores venenos para el alma.
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He visto muchos casos de personas que viven como hipotecados emocionalmente hablando, con la sensación de que aún no ha estrenado realmente su vida, sino que pertenece a “otro”, y ellas están como invitadas, invirtiendo en un futuro que nunca acabar de llegar. Amortizan deuda, pero nunca cancelan la hipoteca.
Tienen miedo a la vida (y a la muerte), a habitar a fondo su existencia, a hacerse cargo de sí mismos, asumirse plenamente, tomar responsabilidad e ir en serio. Se pierden en los preparativos, en la antesala de la vida, esperando, neuróticamente, un hecho fundante que les justifique e inaugure la realidad.
Puede ser encontrar pareja, un trabajo estable, mudarse de casa, ir a otro país, tener más dinero, que se me quite el acné, superar su psicopatología, hasta “iluminarse”… Y “si no me ilumino, no empiezo a vivir de verdad” parecen decir algunos en el colmo de la paradoja psicoespiritual.
Normalmente, ese hecho crítico que teóricamente marcaría el punto de inflexión (según el propio interesado) nunca llega, y si lo hace, tampoco pasa nada. O no era lo esperado o encontrarán otra excusa para que todo siga igual (que es una una de las maestrías del neurótico).
Es más, la persona está en una especie de cortocircuito existencial y hace todo lo que puede para evitar, inconscientemente, justo aquello que, en teoría, más desea. Y a no ser que allanemos mucho el terreno, y ganemos su confianza, nunca lo reconocerá, ni si quiera ante sí misma.
Una cosa que he podido comprobar en todos mis casos es que siempre hay una paradoja básica, un sí que dice no (en este caso un “no a la vida”). Y desentrañar la contradicción de base es la llave maestra sin la que no se puede abrir la puerta a la plenitud emocional.
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Volviendo al miedo a la muerte. Recuerdo una paciente, joven y sana, a la que venían continuos ataques de pánico/ansiedad de este tipo. Que la llevaban continuamente al hospital, convencidísima, cada vez, de que, esta vez sí, la iba a palma. En las urgencias, donde ya la conocían, lo único que hacían era confirmarle por enésima vez que “no era más que” ansiedad y que viviría para contarla. (Curiosamente los ataque sólo los tenía cuando su padre estaba disponible para llevarla en coche al hospital, pero de esto hablaremos otro día).
Naturalmente, todos los que la conocían, y con la mejor de las intenciones, intentaban convencerla, de mil maneras, de que estaba muy sanísima y de que no se iba a morir. Súper seguro que no.
Por supuesto, esto no hacía más que aumentar su ansiedad hasta que, irremediablemente, volvía a estallar, reiniciándose el ciclo de la neurosis.
El primer día que vino a verme fue impresionante. Después de exponerme lo que le pasaba casi temblando, tuvo todo un señor ataque en mi consulta con sus sudoraciones, su dolor de pecho, su pseudo desmayo, sus gritos, sus palpitaciones y todos los efectos especiales. ¡El espectáculo al completo! (ahora sé que lo tuvo porque yo soy un buen psicólogo y le di la confianza suficiente para soltarse; normalmente el ataque de pánico puro, con todo su aparataje y su dramatismo, sólo se desencadena en entornos de seguridad; aunque cada caso es único).
Por suerte, tuve los reflejos de no liarla más como hacían, sin quererlo, sus familiares y amigos. Así que intenté el procedimiento opuesto. En cuanto pude reconducirla lo suficiente como para hablar con ella, le solté justo lo contrario de lo que esperaba oír (¡a la paradoja con la paradoja!).
Y, ¿qué fue? Le dije, le aseguré y le garanticé que sí, que claro que se iba a morir y que cuando le viniera la parca (tal vez ahora mismo o tal vez en 90 años) siempre la pillaría desprevenida, por lo que lo único que le quedaba era madurar, asumir su condición mortal (que ahí es nada) e intentar vivir con una mínima coherencia.
Como le dice Gandalf a Frodo, no elegimos el tiempo que nos han asignado, pero sí elegimos qué hacer con ese tiempo.
Tocaba (como en casi todos los casos) dejar la infancia (y sus sueños de inmortalidad) para asumir la vida adulta con todas sus zarzas y espinas. Tocaba dejar de postergar, indefinidamente, ese momento fundante, en el que nos responsabilizamos y nos hacemos cargo de nosotros mismos para “empezar a vivir de verdad”.
La chica me miró alucinada y me dijo que nunca le habían hablado así (es decir, con la cruda verdad por delante) y que eso, extrañamente, le hacía sentir mejor.
Los resultados fueron espectaculares, el ataque de pánico se le cortó de raíz, y dimos comienzo a una terapia breve y fecunda que consistió, por decirlo así, en una ducha fría, pero reconfortante, de realidad.
De las veces (por suerte, no pocas) en las que puedes palpar la influencia que has ejercido en la persona y agradeces infinitamente haberte dedicado a la mejor profesión del mundo.
Pero la clave del caso fue esa primera confrontación, cuyas implicaciones fuimos explorando después.
En la educación y en la infancia de esta pobre chica, como en la de tantas personas de la generación pokemon, le habían escamoteado lo más importante, las aristas duras de la realidad. Le habían robado la muerte (porque sus propios padres tampoco habían sabido vérselas con la de la guadaña). Y eso pone nervioso a cualquiera.
Yo, en el fondo, lo único que hice fue devolverle lo que era suyo por derecho (y por deber): su mortalidad. Digamos que mi regalo fue la muerte. Y eso le dio la vida.
Aunque, si lo miramos bien, la muerte nunca se fue. No estaba en el “discurso” de los padres, en la cosmovisión (parcial) que le vendían. Pero aparecía (y vaya que sí) para reclamar su sitio. Lo que sale por la puerta vuelve por la ventana. Que se lo digan, si no, al pobre padre de esta chica cada vez que tenía que coger el coche a las 3 de la mañana para llevarla al hospital.
Y en cada ataque regresaba la inquietante sonrisa de la calavera, para ponernos delante de las narices justo aquello que no queremos ver.
En este caso tanto a ella misma, como a su familia donde imperaba “la ley del silencio”, un mecanismo de defensa que consistía en la negación de la muerte (y con ella del sentido de la vida) por puro silenciamiento.
Pero cada ataque de pánico volvía a dar voz a la que no tiene voz, y a obligarles a mirar la fría camilla de la morgue en la que yace el cadáver formulándonos la última pregunta. Esa pregunta a la que todos tendremos que responder.